Primera Parte
El fusible estaba flojo. Se desesperaban los hombres del barco para agarrarlo, parecía que
la vida de cada uno de nosotros dependía de eso. También puede ser que yo esté
recordando un pasado que se me puso en la memoria en base a caprichos de cada
una de las personas con las que pasé. Porque yo creo que vivir las experiencias
de la vida con los demás, impregnan la memoria de cosas que no pasaron tan así
como uno las recuerda. Entonces la vida misma, al momento de recordarla, es una
exageración producida en conjunto. Recuerdo que algunos estaban sentados sin
hacer nada, en su silla, con las manos juntas, abriendo y cerrando las bocas
hablando de cosas pero como si no dijeran nada importante, con el miedo
asfixiándole las gargantas como monedas de dos pesos en las manos de un niño
que pide plata para el Judas. Yo apoyaba los labios sobre el dorso de la mano
izquierda y resoplaba por la nariz: estaba ansioso por conocer las próximas
horas aunque significaran muerte o significaran alivio, pero que algo cambiara.
A esa altura llegaron los camaradas del puente y entramos todos en un bar de
Canelones, con calor, con las botas subidas hasta la rodilla y las tarjetas de
autorización colgando del bolsillo de la camisa. Eran días de bastante miedo,
de dormir en cuchetas de sábanas sucias, el olor a encierro nos atravesaba por
completo y el olor de la bodega nos pinchaba la nariz, pero nadie sabía que
Eliana y yo bajábamos ahí para tener sexo. Bueno, aquello no era coger. Ella me
agarraba el pene, lo masajeaba, y yo acababa, pero le decíamos ‘coger’ porque nos
sentíamos bien luego. Bastante bien, la verdad. Las puertas estaban cerradas a
cal y a canto así que no importaba. Si el sexo era en la noche, y a veces
varias veces, de mañana tomábamos el desayuno sentados juntos, y nos sentíamos
flotando, como mucho más livianos y aliviados. Pero, ¿qué estábamos haciendo
allí a esa hora ese día? Estábamos pretendiendo olvidarnos de todo, como cuando
de chico trataba de ocultar el inevitable divorcio de mis padres, el mismo
divorcio que se ponía la capucha y salía a correr bajo la lluvia, con el
pretexto de entrenar para cuando fuera el gran día. Reíamos con Eliana, nos
contábamos las vidas. Estaba claro que queríamos ser un par de personas
felices, desgastadas por tener que madurar de golpe cada año, pero juntando los
aprendizajes hacia el final de los trescientos sesenta y cinco días, ahora
transcurridos en el enorme cascajo de metal que surcaba el salobre Atlántico. Y
brindábamos y teníamos sueños por doquier, en cada diminuta cucheta y en los
minutos de descanso. Y entre bocado y bocado empezábamos a comprender el mundo
de la gente, al otro, a entrar en su propia historia y, sin querer, a ser parte
de su historia... Por ejemplo, Eliana me contó que tenía un perro macho llamado
André. Ella lo quería muchísimo hasta el día en que se murió y ahí empecé a
comprender algunos detalles del amor que por supuesto, no me sirvieron para
nada, y recién llegué a entenderlos del todo a fin de año. Faltaban cinco
minutos para las doce y ya estábamos festejando que se había terminado el año.
Los demás festejaban que había empezado otro, y yo tenía un miedo bárbaro de
las cosas que pudieran venir, de que otra vez el año fuera un oscuro embudo que
me fuera seduciendo con su melaza dulzona, y al final yo terminara atorado en
no sé qué cosas... ¡Jajaja! Obviamente me faltaba madurar, crecer y conocer el
mundo, viajar. La madurez se me iba metiendo en la cabeza como cuando en las
recetas dicen que el merengue se incorpora lentamente para que no pierda el
aire, y de esa manera yo empezaba a entender las situaciones, a poder
evaluarlas cuidadosamente pero sin perder la percepción, las sensaciones de lo
que está pasando a mi alrededor. Ahora estábamos haciendo una guardia especial,
fuera de turno, para tratar de distraernos trabajando, una locura. Llegamos al
último depósito clausurado y cuando entramos a ver que el picaporte estaba como
comido por las termitas nos dio miedo, pero yo no me moví. ¡Éramos un montón de
hombres ya crecidos, carajo! ¡no nos íbamos a cagar por eso! Es cierto que el
mar te hace perder la noción del tiempo, que extrañábamos todos a nuestras
familias y que de noche se hablaba de un fantasma a bordo que nadie conocía,
que aparecía de madrugada en las duchas, un medio muerto revolcándose en el
agua jabonosa, entre los pies descalzos del que allí hubiese ido a calmar el
insomnio, pero también es cierto que debíamos asumirnos como trabajadores
enfermos de stress. Ni más ni menos. Esa es la explicación. Y llegábamos a
hablar de ver y sentir cosas que en tierra firme eran absurdas y dementes.
Nunca hablábamos de esas cosas cuando estábamos en tierra. De hecho, nunca nos
veíamos en tierra... Miré otra vez el picaporte, inspiré profundo y bajé una
palanca en mi mente. Estaba bien entrenado. El ruido de los motores pareció
cesar y allí abajo, escoltado por el metal, en ese pasillo donde los hombros
tocaban las paredes, ya no hubo otra luz que la de mi corazón, ni alegre, ni
triste, ni anestesiado, era una luz que emergía de los ojos de los demás, de
cada persona que me había visto con cariño, y entonces bajé otra palanca en mi
mente. Los momentos empezaron a moverse en cámara lenta como cuando pastaban
los caballos en la granja de Leticia, que siempre se tironeaba la campera de
cuero nuevita, quién sabe por qué. Era hermosa ella. Y me doy cuenta de cuántas
mujeres son hermosas y uno las deja pasar porque no hay otra. Porque nadie es
dueño de nadie y ellas pasan, que es como debe ser, en definitiva. ¡Es bueno
haberlas tocado, si será! ¡Y haber estado ahí! Pero pasan como el viento fresco
de verano. ¡Uf! Es una sensación agridulce pero que llena el corazón de
satisfacción por un momento. Y ver que Leticia dominaba los caballos con las
palabras aprendidas de su padre, en el campo, y que será una mujer muy feliz
con sus hijos rubios creciendo. Yo estoy seguro de que serán unos hombres
maravillosos. Y también estoy seguro de que ella no volverá a gozar nunca más.
Ahora es solamente una madre trabajadora que domina los caballos. Es feliz así,
y eso es muy importante, pero no volverá a gozar nunca más, no ubico muy bien
por qué. Quizá porque una parte muy importante de su goce, el núcleo de su placer,
se me quedó en las manos. Ella me lo entregó sin que yo hiciera casi nada. Y
ahora su cuerpo debe ser una fábrica de trabajos maternales y de granja. Jamás
un recipiente de sensaciones como era antes. Al menos eso creo yo. Me parece
muy hijo de puta pensar esto así, pero es lo que siento y creo que no le hago
mal a nadie. En todo caso, soy yo el que recuerda y sufre estos sentimientos
encontrados. Pero tenía que concentrarme, porque el fusible seguía flojo y era
muy importante que allí abajo estuviera bien iluminado, ¡era todo tan
artificial ahí adentro! Tremendas construcciones y estructuras para una
ingeniería que no terminaba de convencerme. Solamente deseaba llegar a casa, a
mis pasteles de manzana verde, las manos de alguna mujer y ¡por favor, mi botella
de whisky barato! ¡Jaja! Soy un loco terrible con esas cosas. ¿Pero es tan
exagerado querer comodidad en la vida? No hablo de paz porque la paz es como
que ¡uuuuuuuuuuu, tremenda cosa!, pero hablo de sentir que cada movimiento,
cada fibra muscular, cada paso dado y cada palabra dicha, tienen sentido. Que
nada se hace porque sí nomás, para llenar un hueco. Y de pronto escuché como
una guitarra eléctrica con un sonido limpio y precioso, acordes melodiosos y me
dio nostalgia. Pensé que quizá moriríamos ahí y les miré las caras a todos,
tratando de hallar un mensaje en sus gestos. Lo que vi era que estaban
aburridos, los masacraba el desgano y la apatía, pero para mi era otra forma
del miedo, el saber que por momentos el oxígeno alcanzaba una presión insalubre
y sentíamos el pecho como hinchado y apretado al mismo tiempo. Una presión que
nos hacía ahuecar la cabeza en las almohadas y gritar en silencio. Y es que
somos simplemente cuerpos en el medio de un mundo de eventos químicos, físicos
y biológicos, y no controlamos absolutamente nada. Yo deseaba que me explotaran
los oídos, que me sangrara la boca, la nariz, algo que me sacara de ese estado,
algo que cambiara, algo que me cambiara, porque era todo
insoportable. Luego de un rato ya estaba todo bien y el capitán nos mimaba con
whisky y harina de trigo, hacíamos panes con abundante grasa y charlábamos
borrachos alrededor de las mesas, como muchachos medio infantiles, contándonos
aventuras que en sí eran aburridas, pero había que dejar pasar el tiempo, solo
quedaba un mes más. Yo me comunicaba por chat con el afuera, pero comunicar el
sarcasmo por chat es como que llega con delay, por lo que algunas
cosas eran difíciles de describir y yo no tenía ganas de contar angustias o
miedos. Las ventanas inexistentes tendían a tener un sonido envolvente que se
parecía mucho a las drogas que nos aconsejaba el doctor contra los males más
comunes que en realidad eran todos uno solo: la inmensidad. Quizás la
inevitabilidad, los minutos, las horas, los días... Llevé las herramientas al
primer tercio del sector y mientras iba cruzando los pasillos, incursionando en
la oscuridad cotidiana, pensé en el sol que habría afuera, un sol de verano,
radiante y caluroso, una luz que iluminaría todas las cosas y haría cambiar el
color de la piel a la gente, un ente bestial, un astro. De pronto el olor del
moho, bastante habitual allí, me pareció asqueroso, el estómago se me dio
vuelta y vomité. Me limpié la boca, saqué la taza térmica con el café medio
tibio de la mochila y le di un sorbo automático mientras miraba de reojo la
antecámara: distribuido en todo aquel espacio ultra pequeño, había un
mobiliario de cocina, todo en el piso. Un mueble pequeño, de los de colgar, de
donde asomaban un par de ratas como si fuera su casa, una cocina a supergás
roída por el óxido, una cajonera a medio devorar por las polillas y una
heladera que parecía tener un aspecto mucho mejor que las otras cosas. ¿Una
cocina a supergás, acá? No me quise acercar mucho más. Era hora de aplicar el
protocolo, por lo que saqué el handy y llamé a Gustavo, que llegó a
los quince minutos con su hermano y el rusito. Empezamos a seguir el sonido de
los tamboriles adentrándonos en lo profundo del edificio y yo sentía un vaho
húmedo, pero entre agradable y desagradable, como cuando la cama no sirve para
más que nada que para el sexo y el olor de todas las cosas es el olor de los
fluidos y los cuerpos sudados. Toqué las paredes con las yemas de los dedos y
me dejé llevar por el frescor, mientras esquivaba toda esa basura que estaba
tan quieta allí como en una foto sepia. ¿Cuánto habíamos caminado, dos horas,
seis horas? El sonido del tamboril más grueso, seguramente un piano o bombo,
hacía temblar las paredes y en un momento en que las linternas enfocaron un
pedazo de revoque cayendo, el rusito comenzó a reír pero de miedo, como una
risa de mentira. Era muy posible que pudiéramos quedarnos encerrados ahí,
buscando a la comparsa por esos sótanos laberínticos mientras afuera la gente
iba a trabajar y se preocupaba por el precio del boleto y pasar por el almacén
antes de llegar a su casa, pero no había vuelta atrás. Supongo que todos
habíamos elegido estar ahí por diferentes historias de vida, pero el putísimo
resultado era el mismo: el moho hirsuto, la medicación, y la sensación de que
teníamos músculos en las piernas que vibraban al son de los tambores, como una
conexión de piel con dioses que estaban en lo más primario de la música, algo
medio ancestral. Igual el precio era muy alto. Muy, muy alto. Yo pasé por
placeres mucho más alegres que ese y no me habían costado tanto... Sin embargo
ninguno era como ese. Intenté pensar en si los animales podían sentir aquello
como placer y me acordé de los peces, de cuando íbamos en el lanchón con el tío
Luis surcando el océano y llegamos a ver delfines que parecían locos de
contentos surcando tanta agua cristalina. No pude evitar sonreír y el rusito rio
conmigo, mostrándome un símbolo en la palma de su mano, un tatuaje de una mujer
de piernas abiertas pero que en lugar de tener vulva tenía un billete de un
dólar, y entonces me llegó a los hombros algo parecido a la frustración, a
la desilusión. Decidimos dormir ahí y continuar dentro de unas horas. Yo
estaba muerto de cansancio, todos los días trabajábamos más de quince horas
consecutivas. Cuando mi espalda tocó el piso de baldosas helado y me acurruqué
contra una pared, me sentí bien y me di cuenta de que llevaba años esperando
ese momento, poder hacer sencillamente un alto en una larga línea de sucesos
que venían encadenados por la vigilia y la búsqueda, la búsqueda y la vigilia.
Entrecerré los ojos, alguien sintonizó una radio y me dejé embotar por el
murmullo hasta que desaparecí en la oscura pausa del descanso. Los tambores ni
se alejaban ni se acercaban, parecía que se estaban quedando allí hasta que
despertáramos. Igualmente, de común acuerdo, dormimos con las linternas
encendidas.